CaribeAndo

jueves, 10 de mayo de 2007

pedro GRANADOS

Hallarme en Santo Domingo

Hallarme en Santo Domingo es estar dentro de mi inconsciente. Ya te lo dije, besé sus nalgas hasta los tiernos pelos. Una corbata michi es aquella espléndida mujer. Una ola enorme ceñida asombrosamente por la cintura. Responde al nombre de Miledy. Te dije que era negra como una yegua negra y, ambas, harto sensibles de los muslos también. Y quemante, que hacía arder el lecho. E insaciable, de un centenar de polvos por noche. Polvo en las cóncavas palmas, en los bien tallados oídos, hasta en los breves y como hipnotizados pies. Mole de carne y de amor de negra esclava, es mi Miledy. La reina de Hato Mayor.
Continuamos, pues, con la República Dominicana; mejor dicho, seguimos ya para siempre muy dentro de ella. Quizá esto merezca una explicación, una argumentación que de algún modo --nada enfático-- nos oriente. Nacidos en el Perú, de padres andinos, limeños de primera generación y habitantes de un barrio popular en la capital donde el morenaje constituía lo minoritario, lo "otro" e, intuíamos desde niños, lo prohibido; es lógico imaginarse, pues, lo felices que nos sentimos ahora rodeados de morenas, de sabrosísimas negras, más bien, como el trébol bienhechor --y de una sola hoja-- que es mi Miledy.

MAR RETINTO
UNO

El sudor
le gana al poema.
La alcantarilla
a mi voz.
Una irregularidad, apenas.
Un terrón de azúcar desconcertado
ante tantísimo eco.
Así el niño que vende,
y la muchacha que compro
ni con palabras
ni con besos.
Poesía de cara a la desconcertante
habilidad de unas serranas
de uñas multicolores
y engominados labios.
El sudor
puede más que la sed.
Porque aquél es secreto y el anhelo
sólo puede mover montañas.
Poco a poco
corto trocitos
que añado a mi licuadora.
A la noche de Santo Domingo
es preciso palanquearla con un fierro
antes de asirla y cortarla bien.
Noche densa y aceitosa que resbala
--como por un embudo--
hacia las nalgas de mi ocasional muchacha.
Muchísimo más negras que su propia cara.

DOS
Una muchacha negra
va uniendo los cabos
de lo desconocido.
En veinte uñas
--y conectado a ella—
yo más bien soy su instrumento.
Una bocina por donde escapa
un nudo de ruidos
monocordes y muy antiguos.


TRES
La noche no depende de ti.
Esta noche, este cuello de botella
que compulsivamente atraviesas,
para nada depende de ti.
El semen tuyo, agua furtiva
que te asemeja a un arroyo
o a una chispa inocente,
en realidad no te pertenece.
Te has perdido en la noche
--como en el juego de los niños--
y no has vuelto ni han vuelto a encontrarte.
Sólo recuerdas el manso viento de la gente.
Sólo recuerdas el brillo de aquellos ojos:
una luz resbalando resignada
frente a tu puerta.
Todas las anécdotas al respecto
se reducen a esto.
Todo lo que has vivido también.
Una calle modesta y muy mal iluminada
y compulsivamente atravesada. Y la noche.

CUATRO
Al paso. No te apures.
Hasta el hoyo del papel
o de aquella india
de perfil tan moreno.
¿Qué es lo que se mueve
por ahí? Más ná.
Montao, y qué.
Con oro, y qué.
Como dice Chicho Severino
en su tan conocida bachata.
Hay problemas. Al poema
lo defendemos con un par de botellas rotas,
salvo si nos vienen con piedras.
Entonces, nos vamos.
Me llamas para atrás. Cónchole.
Ante la curva de la piedra
prefiero la de tu vestido.
Y encaramado como un mango
tu tan sinuoso paso espero.
¡Bendito palo!

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